Catolicidad y ecumenismo

Fuente: Distrito de América del Sur

La única Iglesia de Cristo es la Iglesia Católica

El principio motor del ecumenismo señala que todas las religiones trabajan, unas más, otras menos, por la constitución del Reino de Dios, reino escatológico que no debe pretenderse alcanzar en la historia sino sólo al fin de los tiempos, porque el principio y fundamento del liberalismo establece que el reinado de Dios no puede ser político.

Católico y ecuménico son dos adjetivos de origen griego que, si miramos el diccionario, significan lo mismo : universal. Tienen, sin embargo, matices distintos.

Católico viene de katá hólos, algo así como “en orden a la totalidad”, de allí que signifique general, universal. Ecuménico deriva de oikuméne, “toda la tierra habitada”, ya que ôikos significa casa. Católico, entonces, significa universal en un sentido más amplio, menos determinado, mientras que ecuménico se refiere a una universalidad territorial.

Pero si hablamos de la catolicidad de la Iglesia, los significados se acercan todavía más. Porque la nota de “católica”, que permite reconocer visiblemente a la Iglesia de Cristo, señala especialmente el hecho que la cristiandad se ha de extender, sin interrupción, desde los tiempos apostólicos hasta el fin de los siglos, por toda la tierra.

¿Por qué a la Iglesia, entonces, le decimos “católica” y no “ecuménica”?

Le decimos “católica” y no “ecuménica” porque esta cualidad no le pertenece a la Iglesia como algo que se ha dado de hecho y podría no haber ocurrido así, como podría decirse ecuménica a la Coca-Cola; sino que es propiedad característica de un ser vivo que proviene necesariamente de los principios de su naturaleza, al modo como decimos del hombre que es sociable, ya que por su naturaleza racional no puede vivir y desarrollarse humanamente sin un mínimo de sociedad.

La Iglesia no podía no instalarse en toda la tierra desde el primer impulso de la predicación apostólica, por toda la tierra salió su voz y hasta el extremo del mundo sus palabras (Salmo 18, 5), por razón de la fecundidad y potencia del principio que la anima, el Espíritu Santo que bajó sobre Ella el día de Pentecostés. La Iglesia es divina, y así como Dios está en todas partes por potencia, presencia y esencia; así también la Iglesia. Para decir algo tan enorme hacía falta, entonces, utilizar el término que significara la universalidad en su sentido más amplio, refiriendo no sólo el hecho de la difusión geográfica, sino también su principio.

En el campo católico, hasta el siglo XX, no se usaba el adjetivo “ecuménico” sino para designar los concilios generales. Los patriarcas griegos cismáticos, sobre todo el de Constantinopla, lo usurparon como título para entrar en competencia con la universalidad del Papa, Patriarca romano, autorizándose para ello en la equiparación política que estableció el emperador Constantino entre Roma y Constantinopla.

Hasta la mitad del siglo pasado los más amplios diccionarios de pensamiento católico no hallan más que decir sobre el término “ecuménico”, y ni siquiera mencionan el neologismo “ecumenismo”.1 El ecumenismo, tanto la palabra como la cosa, apareció como un fruto maduro del protestantismo liberal.

Desde hace unos cincuenta años ‒dice en 1947 Yves Congar, quien sería uno de los principales peritos del Concilio Vaticano II‒, un hecho nuevo se ha producido en el mundo de la desunión cristiana, hecho que designa una palabra nueva, la de «ecumenismo»; el movimiento ha nacido en los últimos años del siglo XIX en el seno del protestantismo americano… [como un] impulso hacia la unidad” (“Ecclesia”, Aigran, 1948, pág. 948).

En 1920 el Patriarca de Constantinopla se asocia a este movimiento, pasando a ser ecuménico desde entonces con doble sentido ‒no todos saben de la profunda influencia de los teólogos del protestantismo liberal entre los ortodoxos‒.

En 1928 el Papa Pío XI rechaza y condena con energía el “pancristianismo” ecuménico, que tienta al catolicismo liberal, por medio de su encíclica Mortalium animos. La condena se repite muchas veces hasta que, por justo castigo de Dios a la tibieza de los cristianos, el liberalismo conquista el papado con Juan XXIII. Este Papa entrega el Concilio Vaticano II en manos del modernismo, y con el Decreto Unitatis Redintegratio, Roma, en flagrante contradicción consigo misma, se incorpora al anticatolicísimo movimiento ecuménico.

¿En qué aspecto son comparables y en qué se contradicen catolicidad y ecumenismo?

El ecumenismo es un movimiento de agrupaciones religiosas que buscan conformarse como partes de una corporación mundial, sin perder sin embargo su propia identidad. La catolicidad, dijimos, no es un movimiento sino una cualidad vital del Cuerpo místico de Cristo, que consiste en su incontenible extensión mundial; pero es principio de un constante movimiento, el impulso misionero, llamado así porque es continuación de la misión o envío que trajo a la tierra al Hijo de Dios. El ecumenismo, entonces, es un impulso cuyo fin es fabricar una nueva catolicidad; mientras que la catolicidad es principio y fin vital del impulso misionero, que algunos ahora llaman “ecumenismo verdadero”, lo que ciertamente no conviene porque, como vimos, la palabra es propiedad intelectual del pensamiento liberal. En conclusión, como hay que comparar sólo cosas del mismo género, el moderno ecumenismo debe contrastarse con el tradicional movimiento misionero, producto de la catolicidad de la Iglesia. Como ecuménico y misionero son movimientos de incorporación; hay que comparar el principio que obra, la materia que utiliza, la transformación que produce y el término que alcanza.

El movimiento misionero de incorporación al Cuerpo Místico es semejante al proceso de alimentación de un cuerpo vivo. Los principios que obran la nutrición y crecimiento son las potencias del alma que vivifica al cuerpo; el alimento, salvo excepción, es siempre una substancia de un orden inferior : los vegetales se alimentan de minerales, los animales de vegetales y el hombre de todo menos de hombres. La transformación que sufre el alimento es triple, disolución en sus componentes elementales, asimilación de los elementos nutrientes y expulsión de los desechables; y el término no es algo superior sino la reconstitución del mismo viviente.

Algo parecido ocurre en la Iglesia por las misiones. El principio que trabaja es totalmente divino: la potencia del Espíritu Santo, alma de la Iglesia desde el día de Pentecostés. La materia o alimento de las misiones son los pueblos todos de la tierra: Id y enseñad a todas las gentes (San Mateo, 28, 19), instituciones humanas de orden totalmente inferior a la Iglesia divina.

  • 1Cfr. DTC, Enciclopedia de la Religión cristiana, y Enciclopedia Universal Espasa Calpe.

Ahora bien —y este es el punto que conviene subrayar—, para poder asimilar los elementos nobles que en cada nación pueda hallar, no sólo personas y familias, sino también disposiciones morales y sociales, y valores culturales, la Iglesia debe siempre disolver en menor o mayor grado las estructuras, sistemas e instituciones en que se hallan conformados; sobre todo debe acabar con los sistemas religiosos, que son siempre como la forma última que engloba y penetra a las demás. La razón es simple :fuera de la Revelación y de la influencia de la gracia, el principio que en menor o mayor grado anima la constitución de los pueblos es Satanás, príncipe de este mundo.

En los pueblos de civilización grecolatina fue mucho lo que la Iglesia pudo asimilar, en los pueblos bárbaros y americanos poco; pero así como una manzana no puede alimentar si no se la mastica hasta que deje de ser manzana, así tampoco ni la familia romana ni la sabiduría griega —por dar ejemplos de lo mejor— podían hacerse cristianas sin hacerles primero una guerra a muerte : los hijos santificados debieron desafiar una autoridad paterna que usurpaba los derechos de Dios, y los santos Padres lucharon contra una razón que no quería someterse a la Revelación.

Sólo después de esta tarea de demolición podían elegirse las buenas piedras para la nueva edificación. Pero la fuerza del Espíritu de Cristo es capaz de vencer toda resistencia: Confiad en Mí, Yo he vencido al mundo (San Juan, 16, 33); y la Iglesia es católica, pues no hay nación de la tierra que no sea capaz de incorporar.

El ecumenismo, en cambio, es un movimiento de incorporación por modo de asociación de semejantes. El principio que mueve no es una forma o alma presente sino un fin futuro que todos quieren; la materia son partes o sujetos del mismo orden; la transformación que deben sufrir para asociarse es accidental, de manera que no pierda cada socio su identidad; y el término es algo superior a cualquiera de los com- ponentes. El pensamiento liberal presupone, contra toda la experiencia de la historia y el sentido común, que las religiones pueden tener una vida independiente del orden político, como parece haberse demostrado en el democrático paraíso americano ‒tengamos presente que la idea del ecumenismo sólo pudo darse allí‒.

Da también por supuesto que la inteligencia del hombre no puede adecuarse de manera única a lo real, esto es, presupone el pluralismo de la verdad; de manera que los credos de cada religión son como las constituciones de los estados: cada uno es bueno para la que lo posee y no tiene sentido discutir cuál es mejor.

Otorgados los presupuestos, se sigue cuál sea el principio motor del ecumenismo: todas las religiones trabajan, unas más otras menos, por la constitución del Reino de Dios, reino escatológico que no debe pretenderse alcanzar en la historia sino sólo al fin de los tiempos, porque el principio y fundamento del liberalismo establece que el reinado de Dios no puede ser político.

Según la doctrina católica hasta antes del último Concilio ‒sólo lleva dos mil años de vigencia‒, es la Iglesia la que establece desde ahora en la tierra el Reino de Dios cada vez que incorpora en su seno a un pueblo y lo conforma de acuerdo a las leyes del Evangelio.

Pero el Vaticano II ha recapacitado y descubre que la Iglesia…

…no debía inmiscuirse tanto en los regímenes políticos, ya que el Reino de Dios pertenece necesariamente al futuro y Ella al presente sólo debe ser semilla de ese reino :

La Iglesia (…) constituye en la tierra el germen y el principio de ese reino (Lumen gentium, 5).

Otro descubrimiento conciliar:

Las Iglesias y Comunidades separadas [con mayúsculas en el original], aunque creemos que padecen deficiencias, de ninguna manera están desprovistas de sentido y valor en el misterio de la salvación; porque el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medios de salvación (Unitatis Redintegratio, 3).

Hasta la víspera del Concilio, las religiones eran la diabólica cáscara que impedía la asimilación de las gentes en el seno de la Cristiandad; de ahora en más son socias y compañeras en la obra de la Redención. ¡Ay Señor, qué amigas para tu Iglesia: la cismática Ortodoxia, fundada en la negación de tu Vicario; la herética Reforma, fundada en el rechazo de tus sacerdotes; la satánica Sinagoga, fundada en el odio a tu Persona!

Tercera novedad: La única Iglesia de Cristo (…) subsiste en la Iglesia católica (Lumen Gentium, 8). Los católicos ayer estaban convencidos que la Iglesia católica era sin más la Iglesia de Cristo, y por eso los misioneros daban su sangre por incorporar las gentes en su seno, única Arca de salvación. Pero ahora parece que la Iglesia católica es sólo parte de algo mayor, una Iglesia ¿de Cristo? que incluye también a las demás religiones como en una gran confederación.

Así como el Verbo ‒nos sugiere Lumen Gentium‒ sólo subsiste en la naturaleza humana de Cristo por el misterio de la encarnación, pero no deja de hacerse presente por la gracia en los demás hombres; así también la Iglesia de Cristo sólo subsiste en la Iglesia católica, pero no deja de estar presente en las otras Iglesias y Comunidades, conformando con todas su Cuerpo Místico. Muy lindo, pero uno se agarra la cabeza: ¡la Iglesia católica no es la Iglesia de Cristo, y ni una ni otra son el Reino de Dios!

La confesión del Cardenal Kasper acerca del ecumenismo

En conclusión, no vayamos a creer que el ecumenismo ‒aclara por si acaso el Cardenal Kasper‒ sigue buscando la conversión de nadie. La nueva catolicidad consiste en que todas las religiones en todas partes aprendan a vivir en los mismos edificios, unidas en diálogo fraterno para procurar el futuro Reino de la Paz. No insistan los ortodoxos en no hospedar católicos en su territorio, que no hay que temer ya la agresividad de los viejos misioneros; vean cómo hemos abierto las puertas de par en par al protestantismo en Hispanoamérica y en Europa al Islam. Pero para el final de los tiempos el único reino universal que está profetizado, distinto efectivamente de la Iglesia católica, es el frágil y momentáneo del Anticristo.

Y mucho es de temer que el movimiento liberal y masónico del ecumenismo, ¡leitmotiv del Concilio Vaticano II y del pontificado de Juan Pablo II!, esté preparando espiritualmente su advenimiento, ya que inhibe la potencia de la catolicidad de la Iglesia por la prédica del pluralismo, sofisma negador de la unicidad y evidencia de la Verdad que es Cristo.