Fátima y el infierno

Fuente: Distrito de América del Sur

Visión del infierno, según el mensaje de Fátima

Recuerda tus postrimerías y nunca pecarás (Ecli. 7, 40). El recuerdo de la muerte, el juicio y el infierno o la gloria que puede esperarnos, ciertamente ha sido siempre saludable para alejarnos del pecado, como ayuda a nuestra fragilidad, cuando flaqueamos por no tener la perfección del amor a Dios que tuvieron los santos. Estos, sin embargo, nunca quitaron estas verdades eternas de delante de sus ojos para no caer en la presunción. La tercera aparición de la Virgen de Fátima nos recuerda esta realidad.

En Fátima, Nuestra Señora recordó a los hombres sus postrimerías:

El Cielo: “Soy del Cielo (…) Vas al Cielo y Jacinta y Francisco también 1 (…) Cuando recéis el Rosario, diréis después de cada misterio: ¡Oh Jesús (…) lleva todas las almas al Cielo!”2

El purgatorio: “Amelia estará en el purgatorio hasta el fin del mundo”.1

El infierno: la Santísima Virgen, con un rostro grave, pidió cinco veces a los pastorcitos oraciones y sacrificios por la conversión de los pecadores: “Después de cada misterio, diréis: ¡Oh Jesús, (…) líbranos del fuego del infierno!” 2 Más aún, por primera vez en la historia de sus apariciones, Nuestra Señora mostró el infierno a los tres niños.

Fue el día 13 de julio de 1917, después de haber dicho estas palabras:

Sacrificaos por los pecadores, y decid muchas veces, en especial cuando hicierais algún sacrificio: Oh Jesús, es por tu amor, por la conversión de los pecadores y en desagravio por los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María”.

Al decir estas últimas palabras, escribe Sor Lucía,3 abrió de nuevo las manos como en los meses pasados. El reflejo parecía penetrar en la tierra y vimos como un mar de fuego. Sumergidos en ese fuego, los demonios y las almas, como si fuesen brasas transparentes y negras o broceadas, con forma humana que fluctuaban en el incendio, llevadas de las llamas que de ellas misma salían, juntamente con nubes de humo cayendo por todos los lados, semejantes al caer de las pavesas en los grandes incendios, sin peso ni equilibrio, entre gritos y gemidos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de pavor. (Debe haber sido a la vista de esto cuando di aquel “ay”, que dicen haberme oído). Los demonios distinguíanse por formas horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes como negros carbones en brasa.

Asustados y como para pedir socorro, levantamos la vista hacia Nuestra Señora, que nos dijo entre bondadosa y triste: «Habéis visto el infierno, a donde van las almas de los pobres pecadores; para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón»”.

Mar de fuego, formas horribles de los demonios, gritos de desesperación: Lo que vieron los pastorcitos corresponde perfectamente con las penas físicas y morales que sufren para siempre los que murieron en estado de pecado mortal.

Ciertamente, esta visión es para nuestra época una gran gracia; pues en el espíritu del “hombre moderno”, la idea de poder ser condenado a un fuego eterno ha desaparecido progresivamente. Incluso se burla de eso. ¿Y cual fue el instrumento principal de esta terrible anestesia? El silencio de los predicadores. ¿Cuántos gritan: “¡Fuego!”, “¡Fuego eterno!”? San Alfonso, doctor de la Iglesia, decía que se consideraría culpable de un pecado mortal si no hubiese predicado sobre el infierno por lo menos una vez al año.

Añadamos, como “co-instrumento”, la generación de los que no transmitieron a sus hijos las convicciones que habían recibido en la misma edad.

Miles de almas se levantarán el día del juicio final:

Ustedes, que lo sabían, ¿por qué no nos avisaron? ¿Por qué nos tranquilizaron? Ustedes, que sabían en qué estado estábamos, ¿por qué no se preocuparon por nuestra conversión? ¿Por qué, por lo menos, no rezaron por nosotros?"

La mejor de las Madres ha avisado a sus hijos. De hecho, la evocación de esta visión del infierno ha producido ya muchas veces efectos saludables en las almas, sobre todo con el apoyo de la oración y de la penitencia. Todavía produce y seguirá produciendo estos efectos. La Santísima Virgen vino expresamente y usó este medio para impedir que otros hijos suyos cayeran en el abismo eterno de fuego y de desesperación.

Hay personas que se extrañan de que Nuestra Señora haya revelado a unos niños4 un espectáculo tan espantoso y asqueroso. En general, para no decir casi siempre, ¡estas personas necesitaban escuchar este relato para empezar a entender después, que ellas mismas debían convertirse! Y comprenden entonces la pedagogía de Nuestra Señora, ejemplo de las madres: Las almas de los pastorcitos no se quedaron traumatizadas, “estresadas”, sino llenas de una lucidez sobrenatural, de fervor en la oración y de caridad apostólica por la conversión de los pobres pecadores. No los trastornó tanto el horror de la visión como la tristeza de María y el destino de los condenados al infierno. Una enfermedad con llagas repulsivas provoca en el buen médico, no un invencible asco, sino el deseo de hacer todo para curarla. Del mismo modo, estos santos niños harán todo lo posible para que se salven las almas en peligro de condenarse.

La contemplación del Inmaculado Corazón de María y la visión del infierno fueron las causas de la santificación de Jacinta. Ella decía con frecuencia: ¡Oh infierno! ¡Oh infierno! ¡Qué pena tengo de las almas que van para el infierno! ¡Y las personas que, estando allí vivas, arden como la leña en el fuego! ¡Tanta gente que va al infierno! ¡Tanta gente en el infierno!”5

Y la pastorcita advertía a los padres:

¡No dejen cometer pecados a sus hijos, que pueden ir a parar al infierno”! Si eran personas mayores: “Díganles que no hagan eso, que ofenden a Dios Nuestro Señor, ¡y después pueden condenarse”! 6

La visión del lugar que ocuparía en el infierno fue también la que impulsó a Santa Teresa de Ávila en el camino de la santidad:

Y así torno a decir que fue una de las mayores mercedes que el Señor me ha hecho, porque me ha aprovechado muy mucho, así para perder el miedo a las tribulaciones y contradicciones de esta vida como para esforzarme a padecerlas y dar gracias al Señor que me libró, a lo que ahora me parece, de males tan perpetuos y terribles”.7

En el mes siguiente, el día 19 de agosto,8 Nuestra Señora pronunció un pequeño “pues” que nos debe hacer pensar:

Rezad, rezad mucho, y haced sacrificios por los pecadores, pues muchas almas van al infierno por no tener quién se sacrifique y pida por ellas”.

Hay una relación de causa a efecto entre el celo de un cristiano y la salvación de otra alma, o entre la falta de generosidad de un cristiano y la condenación de esta alma. Sursum corda!

  • 1 a b Aparición del 13 de mayo de 1917.
  • 2 a b Aparición del 13 de julio de 1917.
  • 3Cuarta Memoria, II, 5.
  • 4Lucía tenía 10 años, Francisco 8 y Jacinta 7.
  • 5Tercera Memoria, 3.
  • 6Cuarta Memoria, V, 3.
  • 7Libro de la vida, capítulo XXXII, 5.
  • 8En el día 13, los pastorcitos habían sido encarcelados por el administrador de Vila Nova de Ourem; la Virgen se les apareció el día 19, en los “Valinhos”.

"La Madre de Dios lloró en La Salette (1846), pero fue en vano: el clero en su conjunto hizo la conjura del silencio"

¡Por favor, no me hablen de esto!

Todo lo que se pueda decir sobre el infierno quedará siempre muy lejos de la realidad: ¿quién podrá expresar adecuadamente lo que significa la pérdida de Dios, la pérdida de todo bien, la suma de todos los males, en una palabra, el horror absoluto? El mismo condenado es quien se ha apartado con sus pecados, y Dios a su vez lo mirará eternamente con odio: similiter autem odio sunt Deo impius et impietas ejus, Dios odia al impío lo mismo que a su impiedad (Sab. 14, 9).

¡No me habléis del infierno! dicen los liberales. Y la razón es obvia: ser liberal es querer la libertad del mal y del error. Ahora bien, si hay infierno, hablar de libertad del mal y de libertad del error suena a broma, y a broma pesada o de mal gusto.

Y sin embargo, para quien tiene todavía algún granito de fe, no puede caber la menor duda. La divina revelación es demasiada clara sobre este punto: los malos irán a parar al suplicio eterno, los pecadores serán castigados con la gehena de fuego, allí habrá llanto y crujir de dientes, o sea desesperación total. El que se condena, como Judas, mejor le valiera no haber nacido, y en el infierno no hay redención. Y podríamos seguir multiplicando las citas del Antiguo y del Nuevo Testamento.

Sin duda, la vida presente está llena de sufrimientos físicos o morales, pequeños o grandes. Pero el infierno es infinitamente más que esto.

Para quienes no creen, los sufrimientos de esta tierra son un escándalo, algo insostenible, un motivo de rebelión. Si Dios existiera, no permitiría que me pasase esto, dicen muchos. Pero para quien tiene fe, todo cambia: Tanto e il bene ch’io aspetto, ch’ogni pena m’e diletto, El bien que yo espero es tan grande, que toda pena es para mí un placer (San Francisco de Asís).

 

Todos los sufrimientos de la tierra no son nada, absolutamente nada, en comparación con el Cielo que hay que ganar y el infierno que hay que evitar. Y Dios infinitamente bueno jamás permitiría el más leve dolor en esta tierra, si no fuera para evitar un mal mucho más grande y alcanzar un bien infinitamente mayor. El infierno es el peor sufrimiento imaginable. ¿De qué sirve al hombre ganar todo el universo si pierde su alma?

Los liberales, al infierno

El liberalismo es pecado y como tal, conduce al infierno.

La pasión por la libertad lleva a los hombres de nuestro tiempo a odiar la ley de Dios, la moral y todo lo que pretende poner un freno a su libertinaje. Defienden la libertad de prensa, de las conciencias, de la pornografía, de la droga, de la eutanasia, del aborto, de todas las religiones, del satanismo, de todo.

Para cualquier hombre sensato, este liberalismo es evidentemente un delirio, pero la pasión lo hace ciego: el liberal no quiere ver ni escuchar nada que contradiga su pasión desordenada. No recibe la palabra divina en buena tierra sino en corazón de piedra y matorrales de espinas. “Nil oculi prosunt quibus est mens coeca videndi”, “Los ojos no sirven para nada cuando el espíritu está ciego” (San Columbano). Aunque un condenado resucitara delante de sus ojos, no creería.

Con el Concilio Vaticano II, la pasión liberal se ha propagado en la Iglesia. Los católicos en su inmensa mayoría se han hecho los más fanáticos apóstoles del nuevo evangelio de la libertad. Y por eso se han vuelto más afirmativos y categóricos que los librepensadores del siglo XIX: ¡el infierno no existe! La simple vista de este número de “Iesus Christus” les arrancará tal vez a muchos un nervioso y despectivo: ¡Por favor, no me hablen de esto!

Los modernistas, al infierno

Los modernistas pretenden que el infierno es una noción simbólica, representación mítica de los males de la vida presente, o expresión de los complejos freudianos del subconsciente. No creen en el infierno porque para ellos la religión es un puro devenir en constante evolución y progreso. Ella nace de la conciencia de los creyentes y debe ajustarse a las aspiraciones de cada época. Los modernistas tienen el culto del hombre, es decir del hombre moderno, del hombre liberal: el hombre que, según ellos, llegó por fin a su madurez después de salir del oscurantismo del medioevo, el hombre independiente, liberado, conciente de su dignidad, sin miedos ni tabúes. Todo esto excluye obviamente la idea de suplicios eternos.

Los modernistas no tienen excusa: creen sin la menor prueba fábulas tranquilizadoras que son el fruto de su imaginación “liberada”. Pero no sufren la sana doctrina y se apartan de los dogmas de la fe, despreciando el testimonio infalible de los milagros y profecías.

Con audacia sacrílega se han atrevido a tocar lo intocable y pretenden modificar lo que es inmutable: la divina revelación.

¡Locura incomprensible! No sólo se han cerrado ellos mismos las puertas del Cielo sino que además no dejan entrar a los demás. Porque si la mayoría de los hombres no teme más el infierno ni tiembla por su salvación, es claramente porque los clérigos impregnados hasta la médula de liberalismo y modernismo, no hablan más de esto.

Conociendo las tremendas maldiciones que llenan la Sagrada Escritura en contra de estos falsificadores de la fe, tenemos motivo para llenarnos de espanto. ¡Más les valiera no haber nacido!

Último remedio: el Corazón Inmaculado de María

El mundo moderno es un mundo apóstata, mucho más culpable que el antiguo paganismo. Ha conocido la revelación y la ha rechazado. Y sin embargo la divina bondad no deja de perseguirlo, poniendo a su alcance nuevos remedios. Fátima es uno de ellos, y particularmente la terrible visión del infierno:

Y nosotros vimos como un gran mar de fuego y en él sumergidos negros y broncíneos demonios y almas en forma humana, semejantes a brasas transparentes, que, lanzadas a lo alto por las llamas, volvían a caer en toda dirección, como chispas de un gran incendio, sin peso ni equilibrio, entre gritos y lamentos de dolor y desesperación, que hacían horrorizar y estremecer de espanto…”

La Madre de Dios lloró en La Salette (1846), pero fue en vano: el clero en su conjunto hizo la conjura del silencio. Y pronto empezó a realizarse la terrible amenaza, infinitamente peor que todas las guerras o cataclismos naturales:

En el año 1864, Lucifer y un gran número de demonios serán desatados del infierno, ellos abolirán poco a poco la Fe, incluso en personas consagradas a Dios”…1

En Fátima la Virgen observó tristemente: Muchas almas van al infierno… Estas grandes revelaciones no han sido escuchadas: Rusia no ha sido consagrada y no se ha convertido. Y los castigos anunciados no se hacen esperar, varias naciones caminan rápidamente hacia su total aniquilación.

Pero si las palabras de María están escondidas e incomprensibles para nuestro mundo orgulloso, liberal y modernista, están en cambio reveladas a los humildes. Y para ellos se transforman en una fuente excelente de sabiduría en esta vida, de felicidad eterna en la otra. No nos olvidemos de que la Virgen María nos dio un medio poderoso de evitar este terrible castigo: La devoción a su Corazón Inmaculado y el rezo diario del Rosario.

El secreto de Fátima consta de dos cosas antagónicas: el infierno y el Corazón Inmaculado de María. Hemos hablado del primero, debemos decir ahora algunas palabras sobre el segundo. Pero ¿quién podrá hablar dignamente de una realidad tan sublime? Sólo Dios conoce el secreto de los corazones, y la humildad de María se ingenió en esconder las admirables perfecciones de su Corazón.

Sin embargo el Espíritu Santo nos ha revelado algo y el Evangelio nos habla al menos una vez explícitamente del Corazón de María: María conservabat omnia verba hæc, conferens in corde suo, María conservaba todas estas cosas dentro de sí, ponderándolas en su corazón (San Lucas, 2, 19).

Conservabat: María conservaba la divina revelación fielmente.

Conferens: La palabra latina conferens expresa la idea de deliberación, discusión, meditación. De allí viene nuestra “conferencia”. El Corazón de María era un lugar de secretas e íntimas conferencias, es decir de meditación atenta. El silencio de María estaba lleno de las palabras de Jesús, conservadas y contempladas. De modo que en estas dos palabras queda todo dicho: Conservabat... conferens. Y la aplicación para nosotros es fácil:

Conservabat: Guardemos cuidadosamente la divina revelación, y defendámosla contra el amor de las novedades, fuente de todas las herejías.

Conferir: hagamos fructificar la divina palabra por nuestra conferencia interior.

Guerra sin cuartel

Eso hacía María, y de esta “conservación” y de esta “conferencia” nació aquella guerra a muerte que el Corazón de María declaró al infierno. A seguirla e imitarla en esta guerra nos llama nuestra buena Madre:

Yo dirijo un urgente llamado a la tierra; recurro a los verdaderos discípulos del Dios viviente y reinante en los cielos… Llamo a mis hijos, mis verdaderos devotos, los que se han entregado a mí, para que yo los conduzca a mi Divino Hijo, los que llevo por así decir en mis brazos, los que han vivido de mi espíritu. … Combatid, hijos de la luz, pequeño número, como veis; pues he aquí el tiempo de los tiempos, el fin de los fines”.2

  • 1Recordemos que el Secreto de La Salette decía también: “Sí, los sacerdotes reclaman un castigo, y este castigo está suspendido sobre sus cabezas. ¡Malditos los sacerdotes y las personas consagradas a Dios! …¡Maldición a los príncipes de la Iglesia, que no estarán ocupados más que en amontonar riquezas sobre riquezas, en salvaguardar su autoridad y en dominar con orgullo… Roma perderá la Fe y se transformará en la sede del Anticristo… La Iglesia será eclipsada, el mundo estará en la consternación… la Fe sola vivirá”.
  • 2Del Secreto de La Salette.