La Providencia de Dios y las catástrofes naturales

Fuente: Distrito de América del Sur

Secuela del paso del huracán "Irma" por la isla de Saint-Marteen.

Ante los terríbles estragos que han producido estos últimos días los huracanes y terremotos que tuvieron lugar en diferentes partes del mundo conviene recordar los principios a tener en cuenta sobre la existencia del mal en el mundo y su relación con la divina Providencia.

La producción de fenómenos físicos de gran envergadura ‒basta con recordar, por ejemplo, el tsunami de diciembre de 2004, y los terremotos de Haití y de Chile, acontecidos a pocos meses de diferencia uno del otro en 2010‒ vuelve a poner recurrentemente sobre el tapete una discusión tan antigua como compleja de resolver. ¿Qué relación existe entre la providencia de Dios y las catástrofes naturales? ¿A qué razón última se reducen? ¿Las produce Dios mismo, simplemente las tolera ‒y en estos dos casos, con qué finalidad‒, o no tiene absolutamente nada que ver con ellas?

Difícilmente podría hacerse aquí una relación adecuada de las distintas teorías que han intentado proporcionar explicaciones: determinismo o fatalismo, estoicismo, deísmo, panteísmo, materialismo, etc., abordan de intento o implícitamente el problema del mal en el mundo.

Por esto nos ceñiremos a exponer la enseñanza católica, tocando sólo un aspecto de los muchos que este tema tiene en el plan de la creación.

Cómo eran las cosas al principio

Una primera aproximación al tema conduce necesariamente a tener que considerar el estado en el que Dios creó al hombre, llamado estado de justicia original. La revelación nos enseña que nuestros primeros padres fueron creados por Dios y recibieron de Él tanto el cuerpo como el alma, quedando así constituidos en su naturaleza específica de hombres.

Sin embargo, Dios, que los elevó también al orden sobrenatural, sobreañadió a aquella naturaleza ciertos dones para mejor consecución del fin al que los había llamado: en el plano sobrenatural, los enriqueció con la gracia santificante, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo; y en el plano preternatural los dotó de:

a) integridad, o inmunidad de toda concupiscencia desordenada;

b) inmortalidad, o indemnidad de separación del alma y del cuerpo;

c) impasibilidad, o exención de todo dolor físico (enfermedades, heridas, golpes) o moral (pena, tristeza, angustia);

d) dominio perfecto sobre los animales;

e) sabiduría insigne (exclusiva de Adán y que debía enseñar a los demás).

El hecho mismo que Dios concediera a Adán y Eva estos dones, nos habla a las claras de que en el estado de justicia original, antes aún del primer pecado y las consecuencias que trajo aparejadas, en la creación, tal como salió de las manos de Dios, existían fuerzas o principios susceptibles de producir efectos perjudiciales o dañinos.

El don de la inmortalidad, por ejemplo, apunta a corregir o compensar la corrupción o degradación inherente a toda naturaleza corporal o material, que por disolución de los elementos que lo componen puede desembocar en separación del alma y del cuerpo.

Algo parecido sucede con el don de la impasibilidad. No debemos pensar que en el Paraíso no existían los virus, bacterias o microbios, o que no podían producirse huracanes, inundaciones o terremotos. Por libre juego y combinación de fuerzas naturales estos fenómenos podían tener perfectamente lugar, sólo que de alguna manera el hombre quedaba exento de sufrir cualquier consecuencia nociva que de allí se siguiese.

Que ese estado de perfecta felicidad en la que había sido constituido el hombre por Dios no es incompatible con la producción de estos acontecimientos, encuentra confirmación pensando en otro de los dones con que contó: el dominio sobre los animales. No es verdad que en el Paraíso las bestias salvajes fuesen mansas y pacíficas, y que dejaron de serlo tras el pecado original. Por un lado, este pecado no cambió, ni puede cambiar, la naturaleza de los seres tal como Dios los creó; por otro, si Dios confirió a Adán dominio perfecto sobre ellas, es porque podían atacar, herir y matar al hombre, aunque gracias a este don las fieras de alguna manera lo obedecían, al modo como lo hacen los animales domésticos.

En el Paraíso, por tanto, podían suceder fenómenos naturales de efecto más o menos destructivo, sólo que de alguna manera ‒por ministerio de los ángeles, por ejemplo‒ él quedaba fuera de cualquier efecto perjudicial que pudiese sobrevenirle a sus resultas.

El mal físico en el plan de la Providencia

Lo dicho hasta este punto proporciona la base para abordar seguidamente un tema subyacente en esta cuestión: el del mal en general, y el mal físico en particular. ¿Por qué quiere o permite Dios que sucedan desastres naturales, con la multitud de desgracias que ellos causan? ¿Qué lugar tiene y cuál es la relación que guarda el mal en el orden de la providencia y gobierno de Dios?

Para comprender bien las cosas es necesario tener una noción correcta del mal (o de lo malo) y distinguir sus especies.

El mal no es “algo”, “una cosa”. Al contrario, es “la falta de algo”, la carencia de entidad real y objetiva, o más específicamente hablando, la ausencia de un bien. Ahora bien, no toda ausencia de bien es un mal sino sólo la ausencia de un bien debido, esto es, que se debería tener. La ceguera, por ejemplo, es un mal porque para ver le fueron dados ojos al hombre; en cambio, debido a que no está destinado a volar, no es un mal que no tenga alas.

Aunque pueden distinguirse diversas clases de males, señalemos aquí una de las más corrientes, a saber:

a) mal físico o privación de algún bien debido a la naturaleza (la ceguera, que priva de la vista; la enfermedad, que priva de la salud);

b) mal de culpa o privación de un bien moral y finca en la deformidad de un acto contrario a la moral (robar, matar, mentir, etc.);

c) mal de pena o privación de algún bien impuesto al culpable en castigo de su culpa (la cárcel, que priva de la libertad; las incomodidades, que lo privan de su bienestar).

Conforme a lo dicho, es evidente que Dios no puede querer directamente el mal en cuanto ausencia de entidad o “no-ser”, que como tal no puede ser apetecido, ni en cuanto ausencia de bien, porque el objeto de la voluntad es el bien. Sin embargo, quiere indirectamente el mal físico 1 porque así lo requiere el orden universal de las cosas sabiamente dispuesto por Él, el cual no se lograría sin que se produjesen algunos males físicos.

Es necesario reiterar y precisar aquí una idea a la que poco antes aludimos: en el Paraíso terrenal, tal como Dios lo creó y antes del pecado original, existía la muerte. ¡No vamos a pensar que los gatos no cazaban ratones, o que los zorros no acechaban a los corderos para comérselos! Las fieras cazaban y mataban a sus presas; la muerte (mal) de unas era la vida (bien) de las otras, y dicha muerte, como mal físico, era indirectamente querida por Dios para obtener mayores bienes en el contexto del orden universal de las cosas objeto de su providencia y gobernación, bienes que no se alcanzarían sin concurrencia de ciertos males.

En tiempos del Paraíso, por tanto, sucedían o podían suceder toda clase de fenómenos naturales, de modo no distinto de como acontecen ahora por desencadenamiento o combinación de las fuerzas presentes en los elementos de la creación. Ya sean tifones, ciclones o huracanes, terremotos o maremotos, inundaciones o erupciones volcánicas, los males o consecuencias perjudiciales que traían aparejados para los organismos vivos no sólo estaban previstos en el plan de la providencia y gobernación de Dios, sino que eran queridos por Él en atención al bien general de la creación. El hombre, conviene recordarlo una vez más, nada podía temer de todo ello.

El pecado original

La situación de armonía y perfecta felicidad en la que estaba el hombre cambió radicalmente con el primer pecado. Al transgredir el precepto que Dios le había dado, recibió como castigo, entre otros, la pérdida de los dones sobrenaturales ‒gracia santificante, dones del Espíritu Santo y virtudes infusas‒ y los dones preternaturales ‒los cinco enumerados más arriba‒, de modo que en lo sucesivo, por sustracción del don de impasibilidad, el género humano quedó expuesto a experimentar y sufrir el embate de las fuerzas naturales. En otras palabras, Dios, que antes había eximido al hombre de los males físicos de esta procedencia, ahora empieza a quererlos también para él, no de modo diverso de como quiere y quiso que sucediesen desde que el mundo es mundo, es decir, en atención al orden universal de las cosas y a un bien mayor.

Lo nuevo, sin embargo, en esta esfera, es que Dios querrá que estos males alcancen al hombre, además del supuesto general anterior, por un título añadido: en el orden de su justicia y de su misericordia, en calidad de mal de pena, es decir, como castigo del pecado original y de los pecados personales, tanto individuales como colectivos o sociales, para prueba de los justos y enmienda de los hombres.

Si Adán y Eva no hubieran pecado, no hubieran conocido jamás el dolor, ni tampoco ninguno de sus descendientes. Su rebeldía y desobediencia rompió el dique que contenía el mar del dolor ‒mal al cual se reduce el mal de pena‒ y sus aguas se desbordaron inconteniblemente sobre toda la desgraciada humanidad. La explicación más radical y profunda del mal de pena y del dolor está, pues, en el pecado original; con él todo se entiende perfectamente; sin él nos envuelven las densas tinieblas del más impenetrable de los misterios.

Desde el pecado original, es un hecho que las fuerzas cósmicas de la naturaleza se conjuran contra nosotros. El alimento que ingerimos, el agua que bebemos, el aire que respiramos, contienen muchas veces gérmenes de muerte. Los animales más útiles y amigos pueden volverse dañosos y enemigos. El fuego que nos calienta provoca muchas veces un incendio. El viento que mece las hojas de los árboles puede transformarse en un tremendo y destructor huracán. El agua que riega y fecundiza los campos puede generar una catástrofe cuando se desborda en una imponente riada. El mar, que sirve de recreo, puede convertirse en nuestra tumba. La tierra que nos regala sus frutos puede sepultarnos vivos con un movimiento sísmico inesperado y repentino.

Dios, autor de la naturaleza y de sus leyes, deja ordinariamente que las cosas sigan su curso normal, gobernando y dirigiendo el mundo con una providencia infalible. Sin embargo, en ocasiones interviene inmediatamente por imperativo de su justicia, aplicando castigos individuales o colectivos, o de su infinita misericordia, enviándonos penas y dolores que nos purifican y aumentan nuestros méritos para el cielo.

  • 1También quiere indirectamente el mal de pena, y permite, sin quererlo, el mal de culpa o moral.

Destrozos causados por el mismo huracán, en su paso por Cuba.

Los castigos sociales

Todo cuanto puede decirse de las penas que afligen a las personas puede decirse de los males que afectan a los pueblos y a las naciones, que también son para ellas medios de expiación y purificación.

Sería peligroso, y aún temerario, querer determinar se exactamente cómo son castigadas las culpas de las naciones; pero hay algo que es ineluctable: la ley de Dios debe observarse, y su infracción, corregirse, sea en el orden privado y personal, sea en el orden público y social.1

Ahora bien, para comprender las convulsiones que desgarran a los pueblos, y las catástrofes y tragedias que sufren los hombres, no alcanza con atender a causales económicas o políticas: hay que tener en cuenta, sobre todo y por encima de todo, el orden religioso y moral.

Cuando la atmósfera que respira un pueblo está envenenada, se hace necesaria una tempestad purificadora. Cuando sus llagas son profundas y cancerosas, hay que recurrir a la acción enérgica del fuego. Cuando la sociedad camina a grandes pasos hacia el abismo de la depra vación, no se la puede detener al borde del precipicio más que con una sacudida ruda y violenta. Estos remedios enérgicos suponen para el organismo social el martirio y el dolor; pero en la intención de Dios están destinados a evitar dolores mucho más grandes e irreparables.

Los deberes religiosos privados y públicos son sagrados, inviolables, supremos. Se refieren al fin principal de nuestra vida individual y social, y deben estar en el ápice de todos nuestros pensamientos y deseos, han de ser el motor de todas nuestras acciones, y el fin de todos nuestros esfuerzos personales y colectivos.

Dos palabras del Papa Juan Pablo II resumen todo: vivimos una época de “apostasía silenciosa”. El mundo ofrece un espectáculo nunca visto en torno a los deberes religiosos: la inmensa mayoría de los hombres y sociedades viven totalmente al margen de aquéllos. Muchísimos los niegan con descaro; otros los olvidan; otros los colocan en el último puesto de su vida.

¿Cuántos hombres tienen exacta idea de los derechos de Dios y de la obligación de respetarlos? ¿Cuántos son los que lo aman “con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas”, como manda el primero y más grande mandamiento de su Ley? ¿Cuántos son los que hacen subir hasta su trono el incienso de la oración inspirada en la veneración y en la gratitud, el perfume de la observancia fiel de sus mandamientos, preceptos y consejos? Poquísimos, aun entre los creyentes y piadosos.

La mayoría de los hombres no tiene para con Dios sino frialdad, apatía e indiferencia. Los hombres no sólo se han olvidado de Dios, sino que tienen vergüenza de Él. Muchos ocultan en público su fe, como si se tratase de un pecado. Se inclinan ante Dios, pero en secreto, cuando nadie los pueda ver, como si se tratase de una acción ridícula o deshonrosa.

¿Qué más? Se llega a combatir a Dios, a declararle abiertamente la guerra. Se intenta sin ninguna disimulación destronarlo, arrancarlo de las inteligencias y de los corazones. Se hace burla de Él y de sus leyes; se lo desafía, se lo provoca impúdicamente, se lo maldice y blasfema, se lo llena de insultos e improperios. Es imposible imaginar una subversión más total y monstruosa de la honradez, del bien y de la justicia.

Es claro que Dios no puede permanecer indiferente ante este abominable estado de cosas. Se lo impide su infinita santidad y su infinito amor. Un Dios que permaneciese indiferente a la violación de sus leyes, que permitiese pisotear todos sus derechos sin oposición alguna, no sería digno del nombre de Dios. Una actitud tal no tiene nada que ver con la bondad y la misericordia, sino con la debilidad, negligencia e incumplimiento de las leyes de la justicia, de la verdad y del bien. Tiene que castigar, y de hecho castiga inexorablemente: el Diluvio Universal, la Revolución Francesa, la difusión del comunismo, son castigos que Dios mismo ha revelado haber enviado y aplicado por los pecados de los hombres y de las naciones.

Los caminos de la justicia divina

Para castigar la rebelión y la ingratitud de los hombres, Dios no tiene necesidad de recurrir siempre a sanciones extraordinarias y a intervenciones excepcionales. En las leyes ordinarias con las cuales gobierna a las criaturas, existen los elementos suficientes para hacer sentir a los hombres el peso de su autoridad y para alcanzar el fin sapientísimo de su infinita justicia.

El hombre que se olvida de Dios, que se rebela y se aleja de Él, encuentra en su propia culpa la más grave y terrible sanción. Dios es la luz verdadera, la verdadera riqueza, la verdadera libertad. El que se aleja de Él, perdiendo la gracia y sus auxilios, cae en la oscuridad, en la miseria, en la esclavitud. Esclavo de sus pasiones, de las malas compañías, de sus hábitos viciosos, el hombre rebelde a Dios se encadena a un yugo incomparablemente más pesado que el leve y suave que le ofrece Cristo.

Lo que sucede al individuo se verifica de manera más visible todavía en los pueblos y naciones. La apostasía de Dios, que es su mayor delito, trae consigo fatalmente los más horribles desastres, las más espantosas ruinas. No hemos de buscar en otra parte la explicación adecuada y el último por qué de las grandes guerras y cataclismos internacionales que han azotado de continuo a la humanidad apartada de Dios.

El mal de pena nos hace volver a Dios

Como sugerimos más arriba, los males que nos afectan son queridos por Dios en el orden de su justicia, pero también en el orden de su misericordia. Es innegable que Dios tiene que castigar las culpas, y no lo es menos que si no ejerce su misericordia para con nosotros, corremos el riesgo de perdernos irremisiblemente.

Cuando todo está tranquilo a nuestro alrededor, cuando todas las cosas nos salen a la medida de nuestros deseos o caprichos, cuando el éxito nos sonríe, creemos que somos dueños absolutos de nuestro destino y que nos bastamos a nosotros mismos. Olvidando a Dios, nos fabricamos toda clase de ídolos, los adoramos, los servimos y nos desvivimos por ellos. Esto, que se dice de los individuos, ¿no vale acaso también para la “sociedad de bienestar”, “de consumo” o “de mercado”, que no son más que rótulos disimuladores del materialismo y del hedonismo imperantes?

Entonces nuestro verdadero Padre que está en los cielos, porque nos quiere bien y sólo porque busca nuestro bien, nos visita y golpea para despertarnos de nuestro mortal adormecimiento. Cuando se derrumban estrepitosamente los ídolos, cuando todo tiembla bajo nuestros pies, cuando todo amenaza ruina, caen de nuestros ojos las vendas que nos habíamos puesto y adquirimos conciencia cabal de nuestra pequeñez, de nuestra nada, de nuestra flaqueza y debilidad.

Sólo entonces, y cuando ya suele ser demasiado tarde para lamentar ciertas pérdidas, es cuando nuestras almas se vuelven a Dios; y pasada la borrasca, comprendemos que, hagamos lo que queramos, siempre estamos en sus manos; que nos hace bien recibir y llevar con paciencia las cruces que nos envía para expiar nuestras faltas y enmendar nuestra vida desarreglada; que muchas veces reputamos males acontecimientos que no lo son; y que a la luz de la resignación cristiana, lo que para el mundo no sería sino desesperación, para un cristiano es la verdadera arca de la esperanza, si sabemos

padecer junto a Cristo, para ser luego glorificados con Él” (Romanos, 8, 17).

  • 1Cfr. Antonio Royo Marín, “Dios y su obra”, pág. 626 y sigtes., de donde se extracta esta parte.