Sagrado Corazón

Fuente: Distrito de América del Sur

Palabras de Mons. Lefebvre en su 82º aniversario

Es fácil entender que San Pablo hable de la profundidad, la grandeza, la inmensidad de la caridad de Dios en la epístola para la fiesta del Sagrado Corazón, la epístola a los Efesios: “Scire étiam supereminéntem sciéntiæ caritátem Christi” (Ef. 3, 19). Sí, verdaderamente, el amor de Dios es insondable.

Dios hace todo lo que puede para salvarnos. Está dispuesto a morir en nuestro lugar y a devolvernos la vida con su muerte, con su cruz, ¡algo extraordinario! Y la Iglesia, que es la Esposa mística de Nuestro Señor, nos lo enseña a lo largo de este año litúrgico: "¡Alégrense, ha nacido un Salvador! Ya no estáis destinados al castigo, ya no estáis destinados a estar lejos de Dios. Dios mismo ha venido a daros la vida.

A lo largo del año cantamos la gloria de Nuestro Señor Jesucristo, damos gracias por el Hijo de Dios que vino entre nosotros para salvarnos y nos asociamos a su vida. En Pascua, a través de nuestro bautismo, nos asociamos a su Resurrección, porque el bautismo es también nuestra resurrección. Dios ha querido que formemos parte de Él, que seamos miembros suyos a través del bautismo y de todos los sacramentos que nos dan y derraman en nosotros su Espíritu, el Espíritu Santo. Nos transformamos en Nuestro Señor Jesucristo, especialmente a través del sacramento de la Eucaristía, mediante la Santa Comunión. ¡Qué maravilla!

¿Quién iba a pensar que Dios encontraría esta manera de salvarnos, viniendo él mismo a cargar con nuestros pecados y a saldar nuestra deuda con el Buen Señor? Veis enseguida cuánto debemos amar a Nuestro Señor Jesucristo, cuánto debemos estar unidos a Aquél que vino a mostrarnos el camino de la salvación y a traernos los medios de salvación. Ahora debe estar en el centro de nuestros corazones, en nuestras mentes, en nuestros espíritus, en nuestras vidas. No debemos separarnos más de él, y con qué alegría debemos unirnos a él en el sacramento de la Eucaristía y agradecerle infinitamente por habernos traído la salvación; pero también, ¡qué grave obligación para nosotros, de no volver a desobedecer, de hacer todo lo que podamos!

Sin duda, seguimos siendo pobres pecadores; a pesar de las gracias del bautismo, Dios no nos ha dado la santidad definitiva. Por desgracia, todavía podemos separarnos de él. Pero si somos fieles a su gracia y hacemos todo lo posible para no desobedecerle, para no volver a usar nuestra libertad para desobedecerle, Dios nos mantendrá en su gracia y nos llevará a la vida eterna.