Editorial Iesus 157

La formación de Ratzinger y Lefebvre

 

Durante el mes de descanso, estimado lector, leí un libro aparecido recientemente en Argentina: Benedicto XVI, últimas conversaciones. Es una larga entrevista hecha por el periodista alemán Peter Seewald. “Ningún otro periodista ha conseguido acercarse tanto al influyente cardenal Joseph Ratzinger y posterior Papa Benedicto XVI como Peter Seewald”, lo presenta la editorial.1 Un dato que ratifica la propaganda: ésta es la cuarta entrevista que el susodicho publica en forma de libro.

Son unas trescientas páginas que se leen rápidamente. Abordan variados temas: familia e infancia, seminario y teologías, Concilio y crisis doctrinal, su labor como “guardián de la fe” en tiempos de Juan Pablo II, los problemas de su pontificado y la renuncia. La entrevista es un ameno repaso de la historia de la Iglesia en el siglo XX e inicio del presente. Muy interesante.

Un ejemplo. En dos pasajes tratan del problema suscitado por Monseñor Williamson. Se colige que el “caso Williamson” marcó su pontificado. Dice Ratzinger que fue el momento más difícil de su Papado, un punto de inflexión (pág. 32 y 287). Trata también de la Fraternidad y de la misa tradicional pero no queremos sino centrarnos en su formación y labor intelectual.

 

RATZINGER

 

Ingresó al seminario mayor de Frisinga luego de la Segunda Guerra Mundial, a los pocos meses del fin de las hostilidades. Tenía 18 años. Dada su fuerte impronta reflexiva e intelectual, el seminario fue para él un gozo inmenso al introducirlo al mundo de la ciencia y de la teología.

Se acuerda especialmente del primer retiro espiritual. “Los primeros ejercicios, los de 1946, fueron especialmente conmovedores”. Los predicaba el profesor de moral Angermair, “quien era un pensador fresco, nuevo, que ante todo quería sacarnos, de la acartonada piedad decimonónica, hacia terrenos más abiertos. El nuevo ambiente que se respiraba fue para mí un descubrimiento” (pág. 100 y 101).

Otro profesor que lo marcó fue Gottlieb Söhngen. “Ya en la primera clase quedé fascinado”. Lo llamará su “maestro teológico” y lo describe como un hombre que no rehuía los problemas, que se apoyaba en las disciplinas exegéticas e históricas pues “dominaba en aquel entonces un cierto positivismo. Pero Söhngen no quería en modo alguno presentar un edificio académico, que se alza sobre sí mismo” (pág. 114).

Estos formadores pertenecían al movimiento intelectual conocido como la escuela de Munich que se destacaba por la fuerte impronta bíblica, litúrgica, patrística y muy ecuménica (el muy es expresión del mismo Benedicto, pág. 116), por lo cual no eran campeones en la devoción a la Virgen María (según propia confesión).

¿Otros profesores, otras referencias, otras lecturas en su época de formación? Romano Guardini (pág. 117), Henri de Lubac, que fue una lectura clave para el futuro Papa (pág. 108), entre otros.

 

ÉRAMOS PROGRESISTAS

 

Un libro que también marcó su joven espíritu estudiantil fue Der Umbruch des Denkens –La revolución del pensamiento, en castellano– que le sirvió para orientarse a terrenos teológicos nuevos y más abiertos: “Yo no quería moverme sólo en una filosofía manida y envasada, ya lista para el consumo. Quería entender la filosofía como pregunta –¿qué somos realmente?– y, sobre todo, conocer lo nuevo, familiarizarme con la filosofía moderna. En este sentido era moderno y crítico… No quería aprender y asumir sin más un sistema ya acabado. Quería entender de un modo nuevo a los pensadores teológicos de la Edad Media y la Modernidad temprana y seguir adelante por los caminos abiertos por ellos… El personalismo tuvo un eco especial en mí, me pareció el punto de partida adecuado para el pensamiento tanto filosófico como teológico” (pág. 107 y 108).

Ante la pregunta del periodista sobre cómo se consideraba en aquella época, responde con franqueza: “Éramos progresistas. Queríamos renovar la teología de raíz y, con ello, dar también a la Iglesia una forma nueva y más viva… Se abrían nuevos horizontes, nuevos caminos. Por ello queríamos nosotros avanzar con la Iglesia, convencidos que con esto se rejuvenecería. Sentíamos un cierto desdén –a la sazón era la moda– por el siglo XIX… Yo quería salir del tomismo clásico, para lo cual Agustín fue para mí una ayuda y un guía. Había que entablar un diálogo vivo con las nuevas filosofías” (pág. 110 y 111).

 

RESENTIMIENTO ANTI-ROMANO

 

Según esta confesión, el ahora “conservador” fue un progresista antes del Concilio. ¿Cómo describe su progresismo?, ¿cuáles son las notas de modernismo que descubre el joven Ratzinger? De sus declaraciones podemos colegir las siguientes:

En el orden espiritual, nos dice Ratzinger, tenía una mirada crítica al pasado –a lo menos reciente– de la Iglesia: “Sentíamos un cierto desdén por el siglo XIX”, que es el tiempo de grandes Papas como Gregorio XVI, Pío IX, León XIII. Era un deseo de emanciparse “de la acartonada piedad decimonónica”, buscando “terrenos más abiertos”.

En el orden intelectual, dominaba el prurito de novedad con el consiguiente abandono de los sistemas ya aprobados –que él llama listo para el consumo–: “Yo quería salir del tomismo clásico… Quería conocer lo nuevo, familiarizarme con la filosofía moderna … No quería aprender y asumir sin más un sistema ya acabado. Quería entender de un modo nuevo a los pensadores teológicos de la Edad Media y la Modernidad temprana y seguir adelante por los caminos abiertos por ellos”.

Una última nota señala él de su formación espiritual e intelectual: un cierto resentimiento contra Roma. “Debo confesar que durante mis estudios se nos inculcó un ligero resentimiento antirromano. No en el sentido de que negáramos el primado, la obediencia debida a Roma, pero sí en el sentido de que teníamos una cierta reserva interior frente a la teología que se hacía en Roma. Ello hacía que hubiese una cierta distancia interior… No sentía ningún anhelo de venir a Roma” (pág. 163).

 

LEFEBVRE

 

Si Joseph Ratzinger visitó Roma a sus 35 años, Marcel Lefebvre aún no había cumplido 18 cuando allí llegó. Gracias al consejo de su padre, el joven Marcel no estudió en el seminario diocesano de su ciudad natal –Lille, en el norte de Francia– sino que se fue a formar al bastión de catolicismo y romanidad.

Vivir de joven en la Ciudad Eterna marca, graba a fuego. Como dice el biógrafo de Mons. Lefebvre: “Las reliquias de los Papas y de los mártires, que son las más elocuentes voces de la Tradición, los invitaban con San Cipriano a amar cada vez más esta Cátedra de Pedro y esta Iglesia principal, origen de la unidad del sacerdocio”.2  Y allí vivió el joven Marcel los mejores años de su juventud (desde los casi 18 hasta los 25).

En el Seminario Francés de Roma fue formado por el Padre Le Floch quien, según el testimonio de sus ex alumnos, formaba con un profundo espíritu de sentire cum Ecclesia, es decir, juzgar todo según el juicio de la Iglesia, a la luz de los Concilios y de los Papas, despojándose de toda idea personal para abrazar el pensamiento de la Iglesia.

 

¡CUÁNTO HABÍAMOS APRENDIDO
A AMAR AL PAPA!

 

Para no alargarnos señalemos sólo dos de los sólidos fundamentos de la formación que recibió Marcel Lefebvre: romanidad y tomismo, en cuanto sistema de pensamiento aprobado y recomendado por el magisterio.3

Santo Tomás se aprende, decía nuestro fundador, no tanto en los manuales sino en sus escritos mismos. “Todos se inspiran en Santo Tomás pero les falta el espíritu, el Espíritu Santo que en él sopla. Con todo, Santo Tomás es bastante árido para leer. A pesar de esto, suele haber una o dos frases que resumen el aspecto espiritual de la doctrina enseñada y te abren horizontes extraordinarios”.4 Aquí una semejanza con las palabras de Ratzinger: el anhelo de horizontes extraordinarios. La diferencia está en que éste parte de bases nuevas y modernas; en cambio Marcel, de fundamentos sólidos pues son recomendados por los Papas…

Amor al Papa y romanidad fueron otra nota característica de la formación del joven seminarista. “Cada año teníamos la alegría, los del Seminario Francés, de ser recibidos por el Santo Padre. Nos dirigía una pequeña alocución. Reverenciábamos al Santo Padre, ¡bien sabe Dios cuánto habíamos aprendido a amar al Papa, al Vicario de Cristo!” 5

“Quien, estando en Roma, no hubiese aumentado la vivacidad y el fervor de su fe católica, no habría comprendido nada de la Ciudad Eterna”.6

 

TRIGO Y CIZAÑA

 

En sendas historias, de Lefebvre y Ratzinger, tenemos dos criterios de formación antagónicamente divergentes. Uno, que inculca amor a la precisión doctrinal y al Papado. Trigo. Otro, que desconfía de Roma, que no quiere tener un rígido sistema intelectual para poder dialogar con las filosofías modernas y con las otras religiones cristianas. Cizaña.

Si bien la historia de la Iglesia está llena de trigo y cizaña, cabe preguntarse cómo se introdujo la moderna simiente modernista que afecta en nuestros días. Parafraseando la parábola evangélica, se puede responder que la mala semilla fue sembrada cuando se durmieron los principales de la Iglesia –præpositi Ecclesiæ, en el decir de San Agustín–. Cuando no vigilaron los que tenían vigilar. “No puede dormirse quien esté al frente de la Iglesia, no sea que por descuido suyo siembre el hombre enemigo la cizaña, esto es, los dogmas heréticos”, escribía San Jerónimo.7

Los Papas del penúltimo siglo habían delimitado claramente el terreno católico condenando las ideas en boga: liberalismo, indiferentismo religioso que promueve el ecumenismo, naturalismo. Se había afirmado la necesidad de pertenecer a la Iglesia católica para la salvación y la realeza social de Cristo. Se había también promovido un sistema de pensamiento ortodoxo como es el tomismo. San Pío X además había zanjado el problema del modernismo denunciando el error en su encíclica Pascendi y removiendo a los modernistas de los puestos claves especialmente de los seminarios. Pero después estallaron dos horrendas guerras mundiales que fueron también un debacle en el orden espiritual sembrando confusión en las filas de la Iglesia. Estas cortinas de humo dificultaron el control de Roma y los modernistas aprovecharon para avanzar tomando posiciones.

Es lo que sufrió Ratzinger. Su formación espiritual e intelectual fue entre los años 1946 y 1951, pleno pontificado de Pío XII. ¿Vamos a acusar entonces a este Papa de modernista o negligente? Absit! No. Pero hay que decirlo, fue en su tiempo que se formó el joven Ratzinger y tantos otros. Con la formación recibida, no era de extrañar que el futuro Papa se juntase luego y trabajase codo a codo con teólogos heterodoxos como de Lubac, Von Balthasar, Karl Rahnner y Hans Küng. No hay que admirarse ni rasgarse los vestidos. Es la maduración lógica de la cizaña maliciosamente sembrada. La semilla ya estaba en tierra, era cuestión de sentarse a esperar a que madurase. Y la semilla maduró, la semilla creció y el árbol se hizo grande. Una vez que tomaron el poder, sus principios de acción fueron los recibidos durante su formación. Lógico.

 

HASTA QUE LA CORRECCIÓN
VENGA DE LO ALTO

 

¿Qué hacemos ahora con la cizaña? Es la pregunta que le hacen al dueño del campo en la parábola:8 “¿Quieres, señor, que vayamos, cortemos y quememos?” La respuesta sorprende: “No, dejadla. Dejad crecer uno y otra hasta la siega”. El evangelio explica la razón de tal prudencia: el Señor no quiere que, por erradicar la mala semilla, se ponga en peligro la buena. Lo comenta San Jerónimo: “Puede ocurrir que alguno que esté hoy manchado con algún dogma herético, mañana se arrepienta y comience a defender la verdad”.

Tener mezclado lo bueno y lo malo es un lío. Y el lío es aún mayor y peor en nuestros días, cuando tanta cizaña parece sofocar el trigo. ¿Qué hacer? Responde San Agustín: “Cuando el mal ha gangrenado a la multitud, no queda más remedio que dolerse y gemir. Corregir con amor cuando se pueda. Y cuando no se pueda corregir, sufrir con paciencia hasta que la corrección venga de lo alto”. Esto es lo que hoy esperamos. Que el buen Dios traiga la solución. Tanta cizaña hay en la Iglesia que sólo su Fundador la puede curar.

Mientras tanto hay que estar prevenidos. Los principios que formaron a Ratzinger fueron los que formaron a los Papas posteriores. Si ayer Benedicto quería obviar el siglo decimonónico, hoy Francisco propone remontarse más allá mirando al primer milenio.9 El Papa alemán se quedó corto… ¡¿y qué se les ocurrirá a los próximos?!

“Hasta que la corrección llegue de lo alto”, alienta San Agustín. Mientas tanto esforcémonos en guardar la buena simiente de la doctrina segura junto a una firme adhesión y veneración al magisterio romano de veinte siglos.

Con mi bendición,

Padre Mario Trejo +
Superior del Distrito de América del Sur

 

Notas

1. “Benedicto XVI, últimas conversaciones con Peter Seewald”, Ágape Libros, Buenos Aires, 2016. “Las entrevistas que se reproducen a continuación tuvieron lugar poco antes y poco después de la renuncia de Bendicto… El texto ha sido leído por el papa emérito, quien lo ha aprobado para la presente edición.” (pág 25).

2. “Monseñor Marcel Lefebvre, la biografía”, de Mons. Bernard Tissier de Mallerais, Voz en el Desierto, México D.F., 2010, pág. 42.

3. A finales del siglo XIX y comienzos del XX los Papas alentaron vivamente a adherirse, tanto filosófica como teologícamente, a la doctrina de Santo Tomás de Aquino. León XIII, con su encíclia Aeterni Patris de 1879, fue el gran propulsor de la renovación tomista. El ala progresista durante el Concilio Vaticano II buscó explícitamente poner a un costado la doctrina del Doctor Común. “El Card. Léger quería que se citase a Santo Tomás de Aquino como maestro y modelo de los estudiantes det teología. «De esta forma», dijo, «no se impondrá la doctrina de Santo Tomás, sino que más bien se ensalzará la aproximación científica y espiritual que él utilizó creativamente en su época para poner el conocimentio de su época al servidio del Evangelio».” “El Rin desemboca en el Tiber”, Ralph Wiltgen, Criterio Libros, Madrid, 1999, pág. 256.

4. “Monseñor Marcel Lefebvre, la biografía”, pág. 76.

5. “Monseñor Marcel Lefebvre, la biografía”, pág. 78.

6. “Monseñor Marcel Lefebvre, la biografía”, pág. 79.

7. Tanto ésta como las siguientes citas de los Santos Padres comentando la parábola del capítulo 13 de San Mateo están tomadas de la Catena Áurea de Santo Tomás de Aquino.

8. San Mateo 13, 24-30.

9. Entrevista de la periodista Stefania Falasca al Santo Padre, L’avvenire, 17 noviembre 2016: “Debemos mirar el primer milenio, que siempre debe inspirarnos… Cuando la Iglesia, en vez de mirar a Cristo, se mira demasiado a sí misma, vienen las divisiones. Es lo que pasó tras el primer milenio”.