Sermón del padre Julio Coca en la misa solemne de la peregrinación a Luján

Fuente: Distrito de América del Sur

La misa solemne que coronó nuestra peregrinación

Reproducimos el sermón de la misa solemne que tuvo lugar en Luján, al final de nuestra peregrinación anual. Predicó el padre Julio Coca, celebrante de esta hermosa misa, conmemorando sus veinte años de ordenación sacerdotal junto con los padres Mario Trejo, Fidel Puga y Gustavo Camargo.

"Yo soy la madre del amor hermoso" (Eclo. 24, 24)

En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.

Muy queridos Padres del Distrito; muy queridos padres amigos, sacerdotes; muy queridos seminaristas, religiosas, hermanas; toda nuestra familia religiosa, toda nuestra congregación; muy queridos fieles.

La iglesia honra a nuestra Madre, haciendo destacar un texto de la Sagrada Escritura, muy propio para hoy: Yo soy la Madre del Amor Hermoso, y del Temor y de la Sabiduría y de la Santa Esperanza. Este amor hermoso es nuestro Señor Jesucristo. A este amor hermoso le hemos rendido nuestra honra públicamente en nuestra peregrinación. 

Dios tanto amó al mundo que le dio a su unigénito Hijo para que todo el que cree en Él no perezca sino que tenga la vida eterna.1

La Virgen, nuestra Madre fue la elegida, fue la llena de los dones y las virtudes para que pueda cumplir esta misión que le encomendó el Padre eterno: ser la Madre de Dios; y estamos a las puertas de la casa de esta Madre, nuestra Señora de Luján. Estamos a las puertas de este santuario que nos une en la fe, nos une en nuestra piedad mariana, nos une en lo principal: el ser verdaderos hijos de Dios, hijos de la Virgen nuestra Madre; y eso hemos venido cantando, gritando, diciendo oraciones y loores a nuestra Madre durante nuestra peregrinación.

No dudamos de esa Maternidad divina, no dudamos que nuestro Señor recibió en el seno purísimo de nuestra Madre – ese santuario consagrado por Dios desde toda la eternidad – su humanidad perfectísima: Perfecto Dios, perfecto Hombre. Se hizo perfecto Hombre en el seno purísimo de nuestra Madre, ahí recibió esa vida humana, y eso es lo que hemos ido pidiendo en esta peregrinación: la vida para estos seres que han sido concebidos en el seno materno, esa vida humana, esa vida que les ha dado Dios, nuestro Señor; pero esa vida que se corone para su principal fin que es la vida de la gracia, la vida de esa amistad con Dios, de ese don de ser hijos de Dios. Eso es lo que también vamos pidiendo a nuestra Madre: Que cada una de esas criaturas concebidas sean el reflejo de este amor hermoso que es nuestro Señor Jesucristo.

Pero ¿cuál es la respuesta del mundo?

El mundo no quiere, no quiso a nuestro Señor, no lo quiere. Mucho menos quiere entonces a sus propios hijos, y ante esa gran dificultad, ante ese gran mal nos encontramos: que el hombre desprecia a nuestro Señor, el amor hermoso, desprecia a sus hijos hasta querer darles la muerte, no solamente física sino la muerte eterna. Seguirá San Juan y dirá:

más a cuantos le recibieron, dióles el poder de venir a ser hijos de Dios, aquellos que creen en su nombre, que no de la sangre ni de la carne ni de la voluntad humana nacen sino de Dios.2

Y también ese nacimiento, la gracia, la recibimos por medio de la Virgen, nuestra Madre, y eso también venimos a suplicarle a nuestra Señora de Luján: Que todo aquel que venga a este mundo pueda tener, por decirlo de algún modo, aquel pase de entrar a la vida eterna para gozar de Ella; de Ésta, su Madre bendita, gozar de su Dios, de su Creador, de su Principio y de su Fin. Ese principio de vida sobrenatural lo hemos recibido gracias a la intercesión de nuestra Madre.

  • 1Juan 3, 16
  • 2San Juan 1, 12

El altar hermosamente decorado por el Seminario para la ocasión

¿Qué podemos decir, – lo diremos con Pío XII – en esta época tan triste y tan atribulada que nos toca vivir?

Esta es la hora del poder de la misericordia y de la gracia de María. Con Ella está nuestra esperanza, en Ella está nuestra paz. Sobre el mundo pasa la niebla teñida de color de muerte pero la protección y la intercesión de la Reina de la paz y de la misericordia podrá tener tal fuerza sobre la decisión de Dios como para disipar las nubes, mover los corazones de los hombres.

La Virgen nos ha movido a esta peregrinación, la Virgen nos sigue moviendo y nos quiere mover a seguir proclamando el reinado de nuestro Señor, a seguir defendiendo la fe, a seguir defendiendo la honra de nuestra Madre. Pero es necesario que se muevan nuestras voluntades, es necesario responderle a nuestro Señor como respondió la Virgen: he aquí la esclava del Señor. Es necesaria nuestra participación en la obra de la redención. San Agustín dirá: Aquél que te hizo sin ti, no puede salvarte sin ti. No nos salvaremos sin el esfuerzo propio, y eso es lo que ahora nos exige la Virgen, nuestra Madre.

Dirá San Ambrosio:

Dios no obra en sus elegidos como el artífice en la materia insensible e inanimada. Requiere nuestro consentimiento.

Requiere entonces cada día nuestra generala, ese consentimiento nuestro. “Sí Madre mía, por tu reino, por el reino de tu Hijo, por la honra de tu Hijo, por la honra de tu Iglesia”; eso respondieron Monseñor Lefebvre, Monseñor de Castro Mayer; eso respondieron todos aquellos fieles que ya partieron a la patria eterna, que ya están gozando de la visión de Dios y nos ven desde el cielo, – quiera Dios siempre – nos ven luchando, nos ven peleando, nos ven poniendo nuestra cara, nuestro rostro al enemigo, pero quieren que digamos como ellos: “he combatido el buen combate, he guardado la fe, he guardado la misa, he guardado la honra de la Iglesia, he guardado el sacerdocio de nuestro Señor Jesucristo”; y eso es lo que hicieron los que ya partieron a la patria eterna y eso esperan de nosotros.

Nuestro Señor, el amor hermoso, ese Hijo de la Virgen, nuestro Señor, la sabiduría misma, esa es la sabiduría que debemos tener. El conocimiento de nuestro Señor sólo nos viene por el sacerdocio y esta es la gran esperanza que tenemos: el sacerdocio de nuestro Señor Jesucristo para que puedan, aquellas almas que vienen a este mundo, también prepararse a la patria eterna, para que podamos nosotros que peleamos en este valle de lágrimas, en esta tierra donde debemos salvar el alma. Tenemos esa esperanza en que, por el sacerdocio de nuestro Señor, podremos así guardar nuestra fidelidad a nuestro Señor, guardar esos tesoros que nos ha dado nuestro Señor sin mérito alguno. Así también – eso es, pienso, lo que debemos recordar en esta oportunidad – la vida de las almas, la vida nuestra, la vida de Dios en nosotros, únicamente podremos guardarla con la ayuda del sacerdocio que ha dejado nuestro Señor a su Iglesia, que nos ha dejado a cada uno de nosotros. Y permítanme agradecer ese don precioso que me ha dado a mí la Providencia, Dios nuestro Señor, la vocación sacerdotal, y pienso que en nombre de mis compañeros que fuimos ordenados hace 20 años y los Padres que van cumpliendo treinta, treinta y cinco. También pienso que ese don precioso hemos ido guardando, hemos ido custodiando en unión a ustedes, los fieles: primero en esa fidelidad a nuestra consagración, en esa fidelidad a nuestra vida de familia, nuestra comunidad, nuestra congregación, en unión a esa gran familia que es la familia de la Tradición, y eso, pienso que debemos seguir custodiando, esa unión entre cada uno de nosotros, unión a la cual nos ha llamado nuestro Señor, unión en la caridad, unión en el amor al sacerdocio, en el amor a la Iglesia, en el amor a nuestro Señor. Pienso que eso también les dirían mis compañeros de ordenación y también aprovecho para agradecerles, ya que en familia rezaban para las vocaciones, en familia rezaban para nuestra perseverancia y en familia seguimos rezando pidiendo más vocaciones sacerdotales y religiosas y al mismo tiempo pidiendo su perseverancia.

Así pues, pidamos a esta Virgen, nuestra Madre, nuestra Señora de Luján que siga guardando su sacerdocio, que siga haciéndonos fieles y así poder sembrar la vida de su Hijo en las almas, y así poder como hijos de esta buena Madre, esta santa Madre, llegar un día la patria eterna  a gozar de Ella, a gozar de Dios nuestro Señor.  

Ave María Purísima.