Problemas del Apostolado moderno (introducción)

Fuente: Distrito de América del Sur

S.E.R. Monseñor Antonio de Castro Mayer (1904-1991).

En esta Carta Pastoral de enero de 1953, Monseñor Antônio de Castro Mayer ya recordaba a los pastores de almas la necesidad de conservar en ellas la plenitud de la fe contra los errores modernos que hieren hasta los mismos católicos sin que se den cuenta.

Carta Pastoral del Excmo. Sr. Dr. D. Antonio de Castro Mayer, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica Obispo de Campos (Brasil)

Al Rvdo. clero secular y regular:

Salud, paz y bendición en Nuestro Señor Jesucristo.

Amados Hijos y Celosos Cooperadores:

De todos los deberes que incumben al Obispo ninguno sobresale en importancia como el de administrar a las ovejas que le fueron confiadas por el Espíritu Santo el manjar saludable de la verdad revelada.

Esta obligación urge de manera particular en nuestros días. Pues la inmensa crisis en que el mundo se debate resulta, en último análisis, del hecho de que los pensamientos y las acciones de los hombres se divorciaron de las enseñanzas y de las normas trazadas por la Iglesia, y sólo por el retorno de la humanidad a la verdadera fe podrá esta crisis encontrar solución.

Importa, pues, en el más alto grado, lanzar unidas y disciplinadas todas las fuerzas católicas, todo el ejército pacífico de Cristo Rey, a la conquista de los pueblos que gimen en las sombras de la muerte, engañados por la herejía o por el cisma, por las supersticiones de la antigua gentilidad o por los muchos ídolos del neo-paganismo moderno. Para que esta ofensiva general, tan deseada por los Pontífices, sea eficaz y victoriosa, importa que las propias fuerzas católicas permanezcan incontaminadas de los errores que deben combatir. La preservación de la fe entre los hijos de la Iglesia es, pues, medida necesaria y de suma importancia para la implantación del reino de Cristo en la tierra.

La Historia nos enseña que la tentación contra la fe siempre es la misma en sus elementos esenciales, se presenta en cada época con aspecto nuevo. El Arrianismo, por ejemplo, que tanta fuerza de seducción ejerció en el siglo IV, interesaría poco al europeo frívolo y volteriano del siglo XVIII.

Y el ateísmo declarado y radical del siglo XIX tendría pocas posibilidades de éxito en tiempo de Wicleff y Juan Huss. En cada generación, además, la tentación contra la fe suele obrar con intensidad diversa. A unas consigue arrastrar enteramente para la herejía; a otras, sin arrancarlas formal y declaradamente del gremio amoroso de la Iglesia, inspírales su espíritu, de suerte que en no pocos católicos que recitan correctamente las fórmulas de la Fe y juzgan a veces sinceramente adherirse a los documentos del magisterio eclesiástico, su corazón late al influjo de doctrinas que la Iglesia condenó.

Es éste un hecho de experiencia corriente. ¡Cuántas veces observamos a nuestro alrededor católicos celosos de su condición de hijos de la Iglesia, que no pierden ocasión de proclamar su fe, y que, entretanto, en el modo de considerar las ideas, las costumbres, los acontecimientos, todo lo que la imprenta, o el cine, o la radio, o la televisión, diariamente divulgan, en nada se diferencian de los herejes, de los agnósticos y de los indiferentes!

Recitan correctamente el Credo, y en el momento de la oración se muestran católicos irreprensibles, mas el espíritu que, conscientemente o no, les anima en todas las circunstancias de la vida, es agnóstico, naturalista, liberal. Como es obvio, se trata de almas divididas por tendencias contrarias. De un lado experimentan en sí la seducción del ambiente del siglo; de otro lado guardan aún, tal vez de herencia familiar, algo del brillo invariable, inextinguible de la doctrina católica, y como todo el estado de división interior es antinatural al hombre, esas almas procuran restablecer la unidad y la paz dentro de sí, amontonando o juntando en un solo cuerpo de doctrina los errores que admiran y las verdades con las que no quieren romper.

Esta tendencia a conciliar extremos inconciliables, de encontrar una línea media entre la verdad y el error, se manifestó desde los principios de la Iglesia. Ya el divino Salvador advirtió contra ella a los Apóstoles: Nadie puede servir a dos señores. Condenado el Arrianismo, esta tendencia dio origen al semi-arrianismo. Condenado el Pelagianismo, ella engendró el semi-pelagianismo. Fulminado en Trento el Protestantismo, ella suscitó el Jansenismo. Y de ella nació igualmente el Modernismo, condenado por el Santo Papa Pío X, monstruosa amalgama de ateísmo, de racionalismo, de evolucionismo, de panteísmo, en una escuela empeñada en apuñalar traidoramente a la Iglesia. La secta modernista tenía por objeto, permaneciendo dentro de Ella, falsear por argucias, sobreentendidos y reservas, la verdadera doctrina que exteriormente fingía aceptar.

Esta tendencia no acabó aún: se puede decir que ella es parte de la historia de la Iglesia. Es lo que se deduce de estas palabras del soberano Pontífice gloriosamente reinante en un discurso a los predicadores cuaresmales de Roma en 1944:

Un hecho que siempre se repite en la historia de la Iglesia es el siguiente: que cuando la fe y la moral cristiana chocan contra fuertes corrientes de errores o apetitos viciados, surgen tentativas de vencer las dificultades mediante algún compromiso cómodo, o apartarse de ellas, o cerrarles los ojos (A. A. S. 36, p. 73.)

Visita de Mons. de Castro Mayer al Seminario de La Reja, en sus primerísimos tiempos.

Que aviséis a vuestros feligreses contra el espiritismo, el protestantismo, o el ateísmo, amados hijos y queridos cooperadores, a nadie podrá extrañar. En esta carta pastoral, sin embargo, os incitamos a denunciar las opiniones que entre los propios católicos corrompen no pocas veces la integridad de la fe. ¿Seréis en este punto igualmente comprendidos?

A muchos, aun dentro de los más piadosos, les parecerá que perdéis el tiempo, pues difícil les será entender cómo vosotros os consumís en conservar la fe en algunos que, bien o mal, ya la poseen, cuando sería mejor que os empeñaseis en la conversión de otros que yacen fuera de la Iglesia esperando vuestro apostolado. Les parecerá que llenáis de tesoros superfinos al que ya es rico, mientras que dejáis sin pan a quien muere de hambre. A otros se les figurará que sois imprudentes, pues siendo ya tan meritoria la profesión de católico en un siglo tan hostil, corréis el riesgo de perder hasta los mejores, si no os contentáis con una tal o cual adhesión a las líneas generales de la fe, sin cargar a los fieles con irritantes minucias.

Es de la máxima importancia, amados hijos y queridísimos cooperadores, que primeramente deis luz a vuestros feligreses sobre estas dos objeciones. Pues de lo contrario vuestra acción será poco eficaz y, por los calamitosos tiempos en que vivimos, vuestro celo será mal comprendido. No faltará quien vea en él, no el movimiento natural de la Iglesia, que por sus medios oficiales y normales excluye de sí, como organismo vivo que es, cualquier cuerpo extraño, sino la acción ininteligente y obstinada de exaltados paladines.

Así, ante todo, mostrad que, por su propia naturaleza, la fe no se contenta con lo que alguno llamase “sus líneas generales”, sino que exige la integridad y la plenitud de sí misma. Para que lo entendáis os pondré un ejemplo con la virtud de la castidad. Con relación a ella, cualquier concesión toma el carácter de oscura mancha y cualquier imprudencia la pone en peligro toda entera. Hubo quien comparó el alma pura a una persona de pie sobre una esfera; en cuanto se conserva en posición de equilibrio nada tendrá que temer, mas cualquier imprudencia la haría resbalar al fondo del abismo. Y, por esto, los moralistas y autores espirituales afirman unánimemente que la condición esencial para conservar la virtud angélica, consiste en una vigilante e intransigente prudencia. Precisamente lo mismo se puede decir en materia de fe. Cuando el católico se coloque en el punto de perfecto equilibrio, su perseverancia será fácil y segura. Este punto de equilibrio, sin embargo, no consiste en la aceptación de unas líneas generales cualesquiera de la fe; sino en la profesión de toda la doctrina de la Iglesia, profesión hecha no sólo con los labios, sino con toda el alma, abarcando la aceptación leal, no sólo de lo que el Magisterio le enseña, sino aun de todas las consecuencias lógicas de esta enseñanza.

Para esto se hace necesario que el fiel posea aquella fe viva por la cual es capaz de humillar su razón privada ante el Magisterio Infalible, de discernir con penetración todo aquello que directa o indirectamente choca con las enseñanzas de la Iglesia. Pero si abandonase, por poco que sea, esta posición de perfecto equilibrio, empezará a sentir la atracción del abismo. Movido por la prudencia, y por el interés del rebaño a Nos confiado, os dirigimos, amados hijos, esta Carta Pastoral sobre la integridad de la fe. A este respecto importa acentuar aun un punto, no siempre recordado, de la doctrina de la Iglesia. No se piense que una fe así tan esclarecida y robusta sea privilegio de los doctos, de tal forma que sólo a éstos se pudiese recomendar la situación del equilibrio ideal que arriba describimos.

La fe es una virtud, y en la Santa Iglesia las virtudes son asequibles a todos los fieles, ignorantes o doctos, ricos o pobres, maestros o discípulos. Lo prueba la hagiografía cristiana.

Santa Juana de Arco, pastorcita ignorante de Donremy, confundía a sus jueces por la sagacidad con que respondía a las argucias teológicas que utilizaban para inducirla a proposiciones erróneas y así justificar su condenación a muerte.

San Clemente María Hofbauer, en el siglo XIX, humilde trabajador manual, que asistía por gusto a las clases de teología de la ilustre Universidad de Viena, distinguía en uno de sus maestros el fermento maldito del jansenismo que escapaba a la percepción de todos sus discípulos y de otros profesores.

Gracias os doy, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque escondisteis estas cosas a los sabios y entendidos y las revelasteis a los pequeñitos (Luc. 10, 21).

Para tener un pueblo firme y consecuente en su Fe, no es necesario que hagamos un pueblo de teólogos. Basta que cada cual ame entrañablemente a la Iglesia, se instruya en las verdades reveladas, en proporción a su nivel de cultura general, y posea las virtudes de pureza y humildad necesarias para verdaderamente creer, entender y saborear las cosas de Dios.

Del mismo modo, para tener un pueblo verdaderamente puro, no es necesario hacer de cada fiel un moralista. Bastan los principios fundamentales y los conocimientos básicos para la vida corriente, dictados en gran parte por una conciencia cristiana bien formada. Por esto vemos muchas veces personas ignorantes con criterio, prudencia y elevación de alma mayores que muchos moralistas de consumado saber.

Lo que acabamos de decir de la perseverancia de una persona, se aplica igualmente a la perseverancia de los pueblos. Cuando la población de una diócesis posee la integridad del espíritu católico está en condiciones de enfrentarse, auxiliada por la gracia de Dios, con las tormentas de la impiedad. Mas si no la posee, sino que ni aun las personas habitualmente tenidas por piadosas procuran y aprecian esta integridad, ¿qué se puede esperar de tal población?

Leyendo la historia no se comprende cómo ciertos pueblos, dotados de una jerarquía numerosa y culta, de un clero docto e influyente, de instituciones de enseñanza y caridad ilustres y ricas, como en la Suecia, en la Noruega, en la Dinamarca del siglo XVI, pudieron resbalar de un momento a otro de la profesión plena y tranquila de la Fe católica hacia la herejía abierta y formal, y esto casi sin resistencia y casi imperceptiblemente. ¿Cuál es la razón de tamaño desastre? Cuando la fe vino a caer en estos países, no pasaba ya en la mayor parte de las almas de fórmulas exteriores, repetidas sin amor, sin convicción. Un simple capricho real, por tanto, bastó para tumbar el árbol frondoso y secular. La savia ya no circulaba hacía mucho por las ramas ni por el tronco; ya no había en esas regiones espíritu de fe. Fue lo que comprendió con lucidez angélica San Pío X en su lucha vigorosa contra el modernismo. Pastor clementísimo iluminó la Iglesia de Dios con el brillo suave de su celestial mansedumbre. No tembló al denunciar los autores del error modernista dentro de la Iglesia y señalarlos a la execración de los buenos con estas vehementes palabras:

No se apartará de la verdad quien os tenga (a los modernistas) como los más peligrosos enemigos de la Iglesia (Enc. Pascendi).

Podemos aquilatar cuánto dolió al dulcísimo Pontífice el empleo de tanta energía. Mas sus contemporáneos no dudaron en reconocer que había prestado con esto un insigne servicio a la Iglesia. Por esto, el gran Cardenal Mercier afirmó que si en tiempo de Lutero y Calvino la Iglesia hubiese contado con Papas del temperamento de Pío X, la herejía protestante no hubiera conseguido desligar de la verdadera Iglesia una tercera parte de Europa.

Por todos estos motivos, amados hijos, ved qué Importante es cuidar con el mayor celo de mantener en la plenitud de la fe y del espíritu de fe a los fieles de la Santa Iglesia.